Las Lágrimas de San
Pedro (Pedro de Ávila, h. 1720)
En
la iglesia del Salvador se encuentra una de las esculturas de mayor calidad de
cuántas conforman los desfiles de Semana Santa de nuestra ciudad, si
exceptuamos todas las realizadas por el gran genio Gregorio Fernández. Se trata
de Las lágrimas de San Pedro (156 cms.), obra inequívoca del magistral
escultor vallisoletano Pedro de Ávila (1678-1755).
Hemos
de reseñar que aunque la escultura de San Pedro participa en los desfiles
procesionales, su función primigenia no era esa sino que se trataba de una
imagen de altar; la cual fue sufragada, al igual que otras hechuras y obras,
por el generoso párroco Pedro de Rábago. El sacerdote deja bien patente su
patrocinio en su testamento, dictado el 19 de julio de 1720. En las referidas
últimas voluntades narra el derrumbe de la torre de la iglesia, la cual provocó
la ruina, entre otras cosas, de la “capilla y hechura de
Nuestra Señora del Descendimiento de la cruz retablo y altar que es propio del
mayorazgo que goza el Señor Conde de Alba Real”, por lo que decidió costear
“la efigie de San
Pedro apóstol mi padre y puse el retablo que al presente tiene y el lienzo de
Nuestra Señora del Descendimiento de la Cruz que está encima de dicho San Pedro
todo lo cual por ser adorno para dicha Iglesia hice de mi voluntad y devoción y
lo mando a dicho señor Conde y a sus sucesores perpetuamente con calidad y
condición de que no lo puedan sacar ni quitar de dicho sitio con ningún
pretexto”. También Canesi alude a esa faceta de Rábago como patrocinador de
obras de arte para su parroquia: “debiéndose el mayor
cuidado al fervoroso celo de D. Pedro de Rábago su cura párroco, que también
hizo blanquear y embaldosar toda la iglesia y fabricó la capilla de San
Francisco de Paula y otros altares en la forma que hoy están, y dio otras
efigies que adornan el templo y muchos ornamentos de que había necesidad que
para todo da el beneficio curado porque es de los más pingües de esta ciudad”.
Fueron
don Juan José Martín González y Jesús Urrea los primeros en creerla obra de
Pedro de Ávila al afirmar en el respectivo tomo del Catálogo Monumental que era
“pieza asignable a
Pedro de Ávila”. Además señalaban que como la capilla en la que se
encuentra es muy poco profunda, “podemos colegir su
actitud: San Pedro contemplaría la escena de la Transfiguración, en el retablo
mayor. Esto significa una concepción barroca de la composición, ya que enlaza
puntos distantes en el espacio del templo”. Hay que remarcar el error de
apreciación cometido por Delfín Val y Cantalapiedra, los cuales creyeron que la
escultura “fue
tallada al parecer a fines del siglo XVI”. Los mismos recogieron otra
creencia: la de que “por hallarse en
actitud sedente” pudiera haber pertenecido “a una Sagrada Cena
desaparecida, pero el dato no ofrece ninguna garantía ya que no se ha
documentado ninguna otra figura que pudiera pertenecer a un cenáculo”. Efectivamente,
es una suposición ilógica. En Valladolid tan solo han existido, que sepamos,
dos Sagradas Cenas: una de papelón que acertó a ver Pinheiro da Veiga en el año
1605 en la procesión que salía del Monasterio de San Francisco: “El primer paso era la
Cena, perfectísimo en todo”; y la realizada entre 1942-1958 por el
magnífico escultor vasco Juan Guraya Urrutia.
Es
complicado otorgar a este San Pedro una cronología aproximada puesto que no
tenemos ningún hito o documento accesorio que nos ayude. Tan solo contamos con
el dato de que estaba realizada antes de 1720, año en que ya hemos visto que
Pedro de Rábago la reflejaba en su testamento. Partimos de la premisa de que
pertenece a su segunda etapa; pero, sin embargo, la utilización del pliegue nos
mueve a pensar que sería de los inicios de este momento; es decir, hacia
1706-1713. Pero, además, teniendo en cuenta que Rábago encargó la escultura y
su retablo para ocupar una capilla que a la fuerza tuvo que ser reconstruida,
al igual que la aneja de San Pedro Regalado, a causa del derrumbe de ambas a
consecuencia de la caída sobre ellas de la torre de la iglesia, parece lógico
pensar que este San Pedro se tallaría por las mismas fechas que el grupo de la Traslación de San
Pedro Regalado o, quizás, un poco después; por lo que estaríamos barajando
a grosso modo los años 1709-1711.
La
escena efigiada en este San Pedro, su arrepentimiento, también conocido como
“Las lágrimas de San Pedro”, viene a representar el momento en el que el santo
recuerda que se ha cumplido la predicción que le hizo Jesús de que antes de que
cantara el gallo le negaría tres veces. Sin embargo, piensa Réau que se trata
de un relato bastante inverosímil puesto que “cuesta creer que
Pedro, después de haber sido reconocido, cometiera la imprudencia de quedarse
en el atrio en vez de marcharse”.
Pedro
de Ávila nos presenta al primer papa sentado sobre una roca, mirando al cielo
mientras implora el perdón tras las negaciones realizadas. San Pedro, que es
figura de tamaño natural (156 cms.), se haya inserto en un sencillo retablo que
no posee banco y se halla perfectamente encajado en la pequeña capilla
hornacina. Se estructura a partir de dos pares de pilastras a los lados y el
ático cerrado en semicírculo, el cual lleva en el centro una interesante
pintura de la Piedad,
que alude a la advocación de la capilla: “Nuestra Señora del Descendimiento”, y
a los lados sendos escudos idénticos (quizás los del Conde de Alba Real. Dicho
condado fue concedido por Carlos II a Don Diego de Rivera y Vera el 2 de
octubre de 1698.). La capilla, que es la más próxima al altar mayor por el lado
del Evangelio, también era conocida como la de “San Pedro ad Vincula” por
motivos evidentes.
Como
hemos dicho, San Pedro aparece sentado sobre una roca, con la espalda recta sin
que se la sostenga ningún elemento. La imagen combina una disposición tendente
a lo helicoidal con sendos escorzos tanto en piernas como en el torso puesto
que las piernas las mantiene rectas, el torso lo gira hacia la derecha y la
cabeza hacia la izquierda. Las piernas las cruza a la altura de los tobillos,
posición harto teatral, al igual que lo son el desplazamiento de los brazos
hacia la derecha con las manos unidas y entrelazadas implorando perdón, y la
cabeza mirando al cielo mirando hacia el cielo mientras llora. La referida
helicoidal se ve subrayada por la posición del manto, pero también observamos
una diagonal que parte de sus pies y culmina en el infinito proyectada a través
de su cabeza. Tanto por el tipo de manto como de rostro emparenta cercanamente
con los otros dos San Pedro que tenemos documentados de nuestro escultor (los
de San Felipe Neri y la catedral). Sin embargo, los pliegues no son tan
profundos y rectos como aquéllos, lo que nos mueve a pensar que se trata de una
obra anterior.
Los
pliegues son a cuchillo, pero producen concavidades bastante amplias, lo que
nos mueve a pensar en un estadio bastante temprano puesto que con posterioridad
se irán haciendo más pequeñas y se multiplicarán en cantidad. Llama la atención
que, a pesar de tratarse de una escultura supuestamente concebida para estar en
un retablo, y por lo tanto no poder observarse su parte trasera, no solamente
vaya policromada la espalda y la túnica sino que Ávila haya tallado
perfectamente la roca y la túnica, e incluso ha colocado una suave y bella
doblez en la parte superior. De no saber que era una imagen de retablo,
estaríamos convencidos de que se realizó con fines procesionales por el
perfecto acabado.
Ávila
se ha esmerado mucho en representar la escasa anatomía visible puesto que en
las manos podemos observar que están talladas a la perfección las venas,
articulaciones, uñas y hasta los pliegues de ciertas arrugas. La cabeza del
santo resulta ser un calco tanto en los rasgos faciales como en la barba y
cabellera de las de las otras dos esculturas de San Pedro que le tenemos
documentada (las de la Catedral y el Oratorio de San Felipe Neri). El rostro
está tallado mórbidamente, acusando bien las calidades de la piel. La blandura
del rostro la comprobamos en las arrugas de la frente, laterales del rostro,
ceño y mejillas, todas las cuales dan buena prueba de la avanzada edad del
santo y de la destreza de nuestro escultor para simularlas con tanta
verosimilitud.
La
escultura de San Pedro se incorporó en el año 1965, de la mano de la Cofradía
de Nuestro Padre Jesús Resucitado, a las procesiones de la Semana Santa de
Valladolid, concretamente a la General de la Sagrada Pasión del Redentor
celebrada en la tarde del Viernes Santo. Fue en aquel momento en el cual la
imagen adoptó la advocación de “Las Lágrimas de San Pedro”. A lo largo de este
medio siglo de desfiles, San Pedro ha procesionado la mayor parte de las veces
en solitario, si bien ha habido algunas excepciones: el año de su “debut” salió
acompañado de un Ecce Homo y dos soldados que pertenecieron al paso de La Coronación de
Espinas que Gregorio Fernández talló hacia 1624-1630 para la Cofradía
Penitencial de la Santa Vera Cruz. Se trataba del sayón arrodillado y el de la
lanza, ambos bastante vulgares y que seguramente ejecutaron en su mayor parte
alguno de los múltiples aprendices que tenía el maestro gallego en su taller.
Por su parte, el Ecce
Homo, que al parecer pertenece al Museo Nacional de Escultura, aunque en la
actualidad se expone en el Museo Diocesano y Catedralicio, procede de la iglesia
de San Juan de Letrán aunque su origen se encuentra en uno de los conventos
desamortizados en el siglo XIX.
Durante mucho tiempo estuvo atribuido a
Francisco Alonso de los Ríos por su parecido con el que actualmente desfila en
el paso del Despojo
(debido a que el Cristo original de Juan de Ávila pereció en un incendio en
1799), y que procede del Convento de Agustinos Recoletos, pero desde hace unos
años se ha modificado su atribución en favor de Alonso de Rozas. En 1966 se
suprimieron los dos sayones, de tal manera que tal solo salieron juntas las
imágenes de San Pedro y el Ecce Homo. Ya en 1967 se sustituyó ese Ecce Homo por
otro Cristo “propiedad
del Museo Nacional de Escultura, obra de un autor anónimo del siglo XVII e
inexacto en la interpretación del pasaje sagrado, pues Jesús no había sido
flagelado aun cuando el galló cantó por tercera vez y Pedro lloró arrepentido”.
Desconocemos tanto al autor como la procedencia de este curioso Cristo atado a
la columna que no aparece según el modelo tradicional de Gregorio Fernández,
sino que se encuentra arrodillado. Todo parece indicar que llegaría al Museo
Nacional de Escultura procedente de algún cenobio desamortizado. Sería muy
deseable su recuperación para las procesiones, dado que ambas piezas no solo no
desentonan sino que conformaban una interesantísima escena.
Actualmente participa en tres procesiones: en la de del
Arrepentimiento, en la noche del Miércoles Santo, en la de la Amargura de
Cristo (Jueves Santo) y en la Procesión General de la Sagrada Pasión del
Redentor (Viernes Santo).
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